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viernes, 23 de agosto de 2013

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Saca la mano, Liantonio


Hace algunos años atrás, cuando empecé a militar en el Movimiento de Unidad Popular, conocí a un grupo de personas al que acogí más que como compañeros, como amigos. Entre ellos había un pibe de barrio, de barrio humilde, del platense Gorina, que muy pronto se convirtió en mi más cercano. Emanuel Liantonio, su nombre. Un tipo sencillo, una mezcla de punkie y metalero, de risa extraña y gruesa, de una tranquilidad casi zen. Las más de las veces hablábamos poco (o, mejor, con frases cortas), la parquedad era nuestra condición común, pero compartíamos una idea, un proyecto. No necesitábamos decirnos mucho, sabíamos que éramos casi las caras de una misma moneda. Nunca nadie se me ha parecido tanto.
Compartimos cientos de cosas juntos, pegatinas de afiches, pintadas callejeras, movilizaciones, plenarios, corridas, cervezas, fiestas, disquisiciones filosóficas, políticas y hasta sentimentales. Era un tipo aún más parco que yo, pero siempre tenía la palabra, la frase justa que lo definía todo y nos dejaba sin capacidad de reacción. Un tipo en busca de algo, nunca supe qué, pero algo.
Por esas cuestiones de la vida yo me alejé de la militancia y lo vi en contadísimas ocasiones. La última fue en un recital. Estuvimos no sé cuánto, quizás dos horas, hablando de la existencia, de política, de organización popular, de anarquismo, de Perón, Bakunin y Malatesta. Entre silencio y silencio, un trago de cerveza caliente como meada. Su personalidad franca y transparente, sus ganas de hacer, sus proyectos para organizar a su querida Gorina, me hicieron querer volver a militar, para reencontrarme con tipos como él. Ahora eso ya no será posible. El domingo tomó seguramente la decisión más difícil de su corta vida, de sus 27 años. Se fue a ese lugar del que nadie regresa; no sé cómo, no sé porqué. Dejó un lugar vacío que nadie podrá ocupar, porque le pertenece para siempre; pero también dejó su memoria, que recuerda, me recuerda, que todavía hay cosas por hacer, cosas por las que luchar. Pero sobre todo, que uno no se da cuenta de lo que tiene, de lo que tenía, hasta que lo pierde. Y maldice haberse ido, haber dejado de militar o no concretar ese café de invierno que se hará moho. Maldice no haber compartido un poco más, el haberse encerrado en un pequeño, pequeñísimo mundo.
Recién me entero de su decisión, a las dos de la madrugada del miércoles 4 de noviembre, y no acabo de caer, no quisiera caer. No hay lágrimas, sólo un nudo en la garganta, en el pecho, en el estómago y un atroz cansancio en los párpados. Escribo como puedo, como me sale, casi escupiendo; imaginando el mejor homenaje para el lado A de esta moneda partida y derruida. Cinco puchos en media hora no es un homenaje, es la impotencia de no comprender por dónde pasa la vida, de no saber sus razones, sus por qué. El mejor homenaje para él será seguir peleando por lo que él peleó, por sus convicciones, por la construcción de ese mundo con el cual soñó tantas veces; seguir recordándolo como ese tipo rápido e inteligente, como ese tipo de calidez casi sobrehumana. Llevarlo como estandarte. Recordarlo como el amigo, como el hermano.
Acá te quedás, Ema, entre los vivos, entre los que te quisimos y entre los que quisiste levantar. Entre el barro, el asfalto y las precarias casitas de tu Gorina; en la bandera amarilla del MUP, en esa P gigante de Pueblo. Pero, fundamentalmente, en nuestra memoria, en nuestras almas, en nuestros corazones.
Y andá practicando, ya nos encontraremos para concretar ese desafío de pool… no sea cosa que pierdas.



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